lunes, 23 de marzo de 2020

GABRIELA ORTEGA FERIA


GABRIELA ORTEGA FERIA

1919 es un año complejo y severo para España. Reina Alfonso XIII y la nación se agita en medio de una crisis política, económica y social sin precedentes. Grandes cambios vienen afectando la sociedad española. Por un lado, emergen inéditas realidades como los regionalismos y nacionalismos periféricos, se hace más cada vez más fuerte el movimiento obrero de doble filiación socialista y anarquista, y no dejan de persistir en su oposición sostenida republicanos y carlistas. Por otro, la situación de las clases populares es dramática siendo los campesinos aquellos especialmente castigados por la parvedad y mengua de lo más elemental. Y cual si todo ello fuera poco la Guerra del Rif, no obstante la ocupación del norte de Marruecos viene siendo efectiva, sigue sumando tumbas de soldados peninsulares con el surgimiento de nuevos núcleos rebeldes, mientras, paralelamente, la llamada Gripe Española, una de las peores pandemias de la historia humana, azota sin piedad Europa entera.

El invierno de aquel inflexible 1919 es a su vez uno de los particularmente álgidos de cuantos guarda memoria España. Y a lo largo de tan cruda estación el presente mes de Enero resulta el de mayor frío en lo que va de temporada. Así, en la zona sur del país, la lluvia, los vientos gélidos y la humedad son ingredientes diarios en el clima local. Más, dentro de dicha implacable circunstancia y como por arte de nefasta magia, es en Sevilla donde tales condiciones generales se han revestido de un temperamento singular. Si bien, a tono con el estado atmosférico imperante, todos los días la tierra de María Santísima luce encapotado cielo, desde el pasado Lunes 27 su firmamento se ha vuelto más moreno que nunca. La razón no se condice con la ciencia sino con el sentimiento de dolor que, a partir de aquella aciaga jornada, embarga la incontrastable provincia andaluza. Esa fecha ha muerto GABRIELA ORTEGA FERIA.

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Nuestra protagonista nace en Cadiz el 30 de Julio de 1862 en la Calle Santo Domingo No. 28. Hermoso fruto de la más amplia y fabulosa dinastía gitana de flamencos y toreros, sus padres responden por Enrique Ortega Diaz “Ortega El Viejo” primer gran patriarca de la alcurnia y cantaor, y Carlota Feria Ruiz perteneciente también a una extensa parentela coplera gaditana. De aquel matrimonio vienen al mundo: los cantaores Enrique “El Gordo”, José “El Aguila”, a la sazón abuelo de Manolo Caracol el rey del cante gitano, “Chano” y Manuel. Los bailaores “Paquiro”, Rita “La Rubia” y GABRIELA quien hereda, por la gracia de Dios, todo el salero de su ilustre prosapia.

Tras debutar muy pequeña en su puerto natal donde el temprano derroche de su fantasía fascina tanto como promete, la benjamina de los Ortega Feria pronto se traslada a Sevilla al lado de sus hermanos buscando probar suerte con la prodigalidad de sus talentos. Para entonces la capital a orillas del Guadalquivir alberga el lapso dorado del arte flamenco y son los cafés cantantes, en todo su esplendor por aquellos tiempos, los reductos tutores de lo más auténtico del cante jondo y el baile andaluz. Cónclaves donde se mezclan señores de abolengo y gente del bronce quienes, desembarazados de todo estereotipo, entre botellas de licor, cartas y dados en peligroso juego, dinero caliente, amores brujos y alguna daga dirimiendo un entuerto, se entregan a su ocio predilecto: escuchar los cantaores y jalear a las bailaoras más bellas.

Durante aquel tracto, en la ciudad de La Giralda el más mentado recinto es “El Burrero”, ubicado en la calle de Tarifa, luego llamado “La Escalerilla”. Su propietario nada más y nada menos que Silverio Franconetti y Aguilar “El Hijo Del Trueno” el cual, trovero redondo, luego de haber sido sastre, picador de toros y soldado, se ha embarcado en la aventura de promover el arte flamenco. A su tablao han subido las más grandes figuras de la época tales como Antonio Chacón el mejor intérprete por malagueñas que ha existido, Francisco Lema “Fosforito” quien descalabra al auditorio con su voz en vilo, Concepción Peñaranda “La Cartagenera”, “La Bilbá”, “EL Canario” y tantas otras celebridades muchas de las cuales han saltado de la oscuridad a la fama gracias a que Silverio las ha ido a catear en las mismas catacumbas. De este descubridor y forjador de estrellas se dice: “Encuentra la mina, separa el metal valioso de la ganga inútil, manipula artísticamente el oro y termina el ciclo poniendo un brillante en la aurífera sortija”. Así pues el flamenco revelado ante público es uno antes y otro después de “El Hijo Del Trueno”. Y es este avisado orfebre quien pone sus ojos conocedores en la hija de “Ortega El Viejo”, aquella chiquilla de raza cañí con piel de cobre y corazón de fuego que ha llegado al municipio andaluz con la ferviente intención de ponerse el orbe por montera.

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Rafael Molina “Lagartijo” y Salvador Sánchez “Frascuelo” se encuentran por primera vez en la Plaza de Granada el Domingo 7 de Junio de 1868 y pasan a protagonizar durante los siguientes veinte años la primera Edad de Oro del Toreo. Rutilante etapa donde la talla y valía de ambos Maestros no sólo llena al completo el universo taurino de aquel grandioso intervalo sino que a la par termina ensombreciendo el arte y valor de los demás toreros en el coetáneo escalafón. Mas ante tan restrictivo panorama surge un único espada para lograr erguirse como el tercero inmediato: Fernando Gómez García “Gallito” quien inicialmente lleva el mote en diminutivo para distinguirse de su hermano mayor José “El Gallo”, banderillero en la cuadrilla del Gran Califa cordobés, adoptando finalmente el sobrenombre superior a la prematura retirada de aquel producto de una fatigosa dolencia.

Fernando nace en Sevilla el 18 de Agosto de 1847 en el seno de una familia relativamente acomodada. Su padre, quien posee una fábrica de petacas y artículos de piel, viendo el niño tiene más afición a los toros que a los libros, busca apartarlo de tan peligrosa inclinación empleándolo en el negocio. Pero el párvulo, burlando vigilancia y propósitos paternos, escapa constantemente de noche o madrugada al matadero local y a la dehesa de Tablada para sortear reses con un insignificante capotillo. Es fama en estas prácticas idea y adiéstrase en el cambio de rodillas con la capa, lance que tantos triunfos habría de proporcionarle años más tarde.

Tras participar en capeas y festejos en pueblos cercanos e ir adquiriendo cierta nombradía llega a colocarse como banderillero en la cuadrilla de Manuel Domínguez “Desperdicios” para luego pasar a la de Manuel Fuentes “Bocanegra” y cuatro temporadas después integrarse a la de José Lara “Chicorro” con quien se presenta en Madrid en 1873. En 1876 Manuel Fuentes le otorga la alternativa en la Maestranza sevillana logrando un gran éxito frente a ganado del Marqués de Saltillo. Confirma en la Villa y Corte el 4 de Abril de 1880 cuando Francisco Arjona Reyes “Currito” le cede la muerte del primer toro de nombre “Coleto” perteneciente a la vacada de Don Vicente Martinez. A partir de entonces gracias a su enjundia, correcto y exquisito oficio Fernando Gómez “El Gallo” llega a convertirse en uno de los matadores que más se ha sostenido en la principal Plaza del mundo, haciéndolo a lo largo de quince largos años y manteniendo siempre su cartel en posición destacada. En su dilata trayectoria sólo sufre una cogida importante y cuatro leves. Da muerte a 1,306 astados en 559 corridas.

“Doctorado en alegrías” como lo califica Néstor Luján pasea el hechizo de su capote por las arenas con instinto plástico incomparable y verdadero clasicismo. “Es todo un Maestro de la buena escuela, de lo que queda poco y acabará pronto” nos dice de él José Sánchez de Neira en su Gran Diccionario Taurómaco. Banderillero de admirable precisión, maneja la muleta con gran elegancia y soltura, y a la hora de la muerte, si bien es desigual hiriendo, se crece pasando y cosecha aplausos con justicia.

Pequeño de estatura y gruesa cabeza su lámina aceitunada es dueña de donosa gitanería. De carácter llano derrocha gracejo natural y continuo buen humor nunca empañado ni por estrecheces económicas ni por días tristes o angustiosos. En el toreo, puede afirmarse que con Fernando “El Gallo” comienza el milagro de la sugestión. El duende, la ingravidez, el ritmo alegre y la floritura desbordada adornan con majeza su quehacer. Así pues, todo el primor y encantamiento que caracteriza al arte de torear sevillano encendiendo la geometría de las suertes con claveles, azahares y jazmines lo trae Fernando Gómez. Su contribución suprema a la Tauromaquia es el célebre quiebro de rodillas dado a toro levantado, en el cual, citando por el lado derecho y llevando de manera alada e impalpable el percal, da al cornúpeta limpia salida por el izquierdo.

Por lo demás, Fernando, como buen sevillano, gusta del cante y baile flamencos. Y es “La Escalerilla” su tablao favorito donde resulta asiduo concurrente.





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¿Usted ha oído hablar de la Sinfonía Incompleta? – pregunta Rafael “El Gallo”, el mayor de los hijos de GABRIELA ORTEGA, al periodista Martinez Gandia. Y en seguida apostilla: - Pues mi madre, cuando bailaba, tocaba con los tacones la sinfonía completa.

Sinfonía, composición, ardor, colorido, armonía, es lo que, desde sus inicios y a despecho de su corta edad, despliega GABRIELA sobre las tablas de “La Escalerilla”. Su danza cargada de sentimiento, plena de brío en su interpretación, de sensualidad en sus movimientos, de rotundidad en su coreografía, en suma su arte seductor e inigualable, casi una quimera, hacen que la juncal jóven gaditana de tez color olivo y cabello azabache como los regalos de la endrina rápidamente se convierta en el lucero mayor del café de Silverio Franconetti.

Cada noche su aparición en la tarima es esperada con supremo aliciente por un público presto a rendirse al embrujo subyugante de la muchacha. Atiborrado hasta lo imposible el ámbito, el afán crece entre espeso humo de tabaco negro, copas de cazalla, sombreros anchos, rasgueo de cuerdas, coplas, faldas de volantes y taconeo sobre las gastadas tablas del proscenio. Hasta que un silencio expectante se adueña del espacio. Y aparece GABRIELA. En medio de un murmullo de fascinación se templan las guitarras, los puros se apagan entre los dedos, los clientes se olvidan de pedir más bebida y los camareros quedan petrificados cual grotescas estatuas. No vuela una mota y los espectadores hipnotizados por extraño sortilegio aguardan con la boca abierta el primer meneo de la criatura del viejo Ortega.

La zagala, repitiendo al poeta, “sube los brazos sobre la cabeza como si fuese a bendecir al mundo. Los hace serpentear trenzando las manos, que doblan las sombras sobre las sombras de sus ojos”. Manos que se vuelven palomas y, símbolo femenino del baile flamenco por excelencia, cobran vida propia para transmitir por si solas los mayores sentires y emociones. Pasiones exaltadas que poco a poco, cual lava incandescente que avanza inexorable, se van apoderando de su cuerpillo correoso hecho de bronce flexible, de caoba fina transformada en goma. Tras la filigrana del preludio la gitanilla rompe a danzar y un “¡Olé!” incontenible sale de una garganta. La parroquia, muda hasta entonces, se contagia alentando a la bravía adolescente que, escultura sin escultor, gitana sin pintor, baila con enérgica convicción ora dislocando sus caderas, ora quebrándose en cada vuelta.

Todos sus giros y contorsiones son un cuadro. Encogiéndose y agigantándose va exteriorizando con su nervio salvaje e intensidad de bailaora de casta todas las conmociones del alma humana. Sus pies pequeños repiqueteando sobre el estrado marcan pasos que ninguna rival podría copiar. Inspiración, gracia natural, expresión, todo unido en aquella chavala mora personificación de lo flamenco que al rematar entregada totalmente a su arte con una rabiosa batería de tacones es cubierta por una atronadora salva de aplausos de los devotos concurrentes quienes, perdida toda noción y embriagados con el genio, garra y destreza de la juvenil gaditana, acababan por levantarse entusiasmados y arrojarle con los sombreros piropos contundentes elogiando su salero, su garbo calé y la “mare” que la parió.

Y así, como no podía ser de otra manera, noche a noche y con el correr del tiempo el arrogante embeleso de la cíngara moza pronto le granjea una larga corte de admiradores. Un corrillo que va desde el hombre acaudalado cargado de talegas, pasando por toreros de postín, hasta el modesto asistente que observa desde un rincón. Todo un cerco de incondicionales cautivados y dominados tanto por la trigueña chulería de GABRIELA como por su estilo incomparable consecuencia de un estro innato e irrepetible para la danza andaluza. Aunque entre todos esos corazones vehementes y miradas encendidas hay uno que late más fuerte que ninguno y unos ojos donde el amor arde con desmesura.    



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Al entregar su alma al Creador GABRIELA ORTEGA FERIA, hoy llorada difunta, contaba 57 años de edad, hallándole el momento de la partida cumpliendo a cabalidad su papel de abnegada madre y ecuánime viuda. Amante y consagrada compañera mientras la vida le conservó su marido, tornó sin quebranto en luchadora incansable sobreponiéndose a la soledad y escasez que el destino le impuso al perder su cónyuge. Así, valiente, fuerte y con ánimo constante, a pesar de apreturas y apuros, no sólo logró hacer del hogar un paraíso, sino añadir esmero para criar regalando ternura infinita los seis vástagos, 3 hombres y 3 mujeres, con los que El Jesús Del Gran Poder la bendijo. Tal fué, en su tramo como esposa y fuente de vida, el paso de GABRIELA por este mundo. Generoso desprendimiento, diligente celo y un amor tan íntegro como animoso, tan intenso como inefable son su impronta imborrable. Suma de virtudes que no se limitaron exclusivamente a la familia pues su bondad y benevolencia no tuvieron límite. Nadie llamó a su puerta que no fuera bien acogido y a todos, magnánima, socorría desposeyéndose con largueza las más de las ocasiones.

Los retratos que de ella nos llegan ya casada y rodeada de sus hijos la muestran mayor y muy venida a la romana. Toda una matrona rebosante de trapío y muy buen cuajo, vuelta fronda lo que antes fue capullo. Lejano el febril transcurso de “La Escalerilla” mudó su feudo desde las tablas populares para asentarlo finalmente, tras el periplo de regocijos y aflicciones que había sido su existencia, en su definitiva morada ubicada en La Alameda de Hércules, Sevilla. Residencia que, en razón a su linaje y actividades de sus retoños, fructificara como templo por excelencia del más rancio flamenco y la más añeja tauromaquia. Así pues, mientras los 3 varones, Rafael, Fernando y José, son matadores de toros, las 3 hembras, Gabriela, Dolores y Trinidad, emperatrices gitanas y dignas herederas de la atezada belleza de su progenitora, han resultado bailaoras de tronío, y, por supuesto, esmeradas depositarias de aquella prodigiosa y gallarda forma de caracterizar el baile. Y allí, en aquella amplia casa frente al jardín público más antiguo de España comprada con los primeros dineros de su primogénito Rafael, es donde GABRIELA progresó cual reina y señora a la vez que matriarca del célebre Gallinero indómito remoquete con el que se distingue a su atávica prole.

Ejemplar en la querencia de cuyo seno fué esencia referente, rompió muy devota y sufriente en razón al oficio de sus hijos. No acostumbraba salir mucho de su vivienda, quien sabe si en Semana Santa para acompañar, descalza de pie y pierna, a La Virgen Macarena de la cual calificó fiel seguidora y sus niños hermanos cófrades. En las procesiones sin hacer ostentación de su fervor trataba de pasar inadvertida, sobrio recato que no impedía destacara entre la muchedumbre logrando miradas de admiración y reverencia claudicando respetuosas a su majestuoso paso. Los años, como decimos, habían corrido inexorables pero su brillo aún persistía. Su magia se mantuvo invicta hasta el último de sus días.

Así pues las más de sus horas las cumplía en su morada. Muchas de ellas en el Oratorio particular teniendo encendidas todas las velas que ocupan el altar tutelado por la Virgen de la Esperanza. Allí aguardaba rezando el ansiado parte con noticias sobre sus infantes jugándose el cuero enfrentando a los toros por esos ruedos de Dios. No bien llegaba el telegrama su corazón de madre palpitaba deprisa mientras leía con avidez hasta que una lágrima difícil de sujetar se le escapaba señalando el desahogo ante las buenas nuevas. El alivio iba apaciguándole el alma y una sonrisa se dibujaba en su rostro moreno aquel que poco a poco fueron marchitando las taurinas angustias. Habían triunfado sus príncipes de luces. La fiesta sería grande en el Gallinero.

Y GABRIELA salía a su patio. Recinto moruno de blancas arcadas sostenidas por columnas de mármol, perfumado de claveles color fuego y rosas color nieve. Allí se sentaba en su trono de Reina Madre abre y cierra, cierra y abre el abanico acompañada de sus hijas aquellas altezas de reluciente piel tostada luciendo negras trenzas cual frutos del mirto. Gabriela la mayor, Trini y Lola, como se les conoce cariñosamente a las dos menores, recibían con gracia a los amigos quienes, cada vez en mayor número, iban llegando a la residencia. Y la Señora tenía una palabra amable para todos. Un gesto cariñoso frente a cada venia, una dulce cortesía ante cada saludo. Y así la euforia crecía como la espuma. Los chavales de GABRIELA habían sumado nuevos laureles para su estirpe. Se destapaban finos. Corría el vinillo y una guitarra era rasgada desde un rincón. Venida del fondo una voz ronca se anunciaba y el cante se hacía presente. Luego el baile. Toros y flamenco. Dos artes hermanados a la sombra magnífica de una de las más veneradas mujeres en la historia de España.

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Fernando Gomez “El Gallo” ingresa a “La Escalerilla” y un bisbiseo de admiración se despierta en el abarrotado tablao por la sugestión que el torero provoca. Está en su mejor momento. Con 33 años de edad, recién confirmada la alternativa y bien acogido por la crítica especializada, se mece con desenvoltura en las crestas de la fama y reputación. Con rumbo farruco se dirige a su mesa habitual arropado por un círculo de seguidores que no deja de darle coba. Pero Fernando está más ocupado en atender el escenario que responder halagos y lisonjas. Como cada noche que sus compromisos profesionales se lo permiten ha venido a ver bailar a GABRIELA. Esa chavea de tez castaña y 18 primaveras que, con su cautivante belleza y la explosión de su danza, lo tiene desde hace buen tiempo caminando por la calle del arrebato. En efecto, desde el primer día que la viera actuar, ha quedado perdidamente enamorado de la gitanilla y hoy, como en tantas otras funciones, llega para poner a sus pies incondicional y sumisa pleitesía.

GABRIELA no es ajena a los galanteos de “El Gallo”. Poco a poco se ha ido rindiendo al ingenio caló del espada quien pretendiéndola sin ambages ni disimulos logra ganar terreno en el corazón de la esquiva bailaora. Su cortés pero anhelante insistencia al cabo obtiene frutos y podría decirse asciende a novio oficial para enfado de contrincantes que se van batiendo en retirada. El único inconveniente son los hermanos de la doncella quienes se oponen fervientemente la joya de la familia se enrede con alguien que luce renombre de frívolo inconstante y mujeriego. A tanto alcanza la resistencia parental que los Ortega Feria prohíben a la menor de la cepa siquiera se acerque a Fernando debiendo ambos satisfacer sus cuitas de amor a escondidas y entre sombras.

Cansado de las dulzuras incorpóreas del romántico idilio Fernando Gómez ha ideado un plan para esta noche: raptar a GABRIELA. Muchas de las veces terminada la acción el matador invita al cuadro flamenco que acompaña a la heroína continuar la jornada con fiestas interminables en ventas o cortijos. En algunas oportunidades la muchacha, burlando la vigilancia de sus allegados, se agrega al conjunto participando de los jubilosos guateques sin, por supuesto, desperdiciar ocasión para compartir melindres y carantoñas con el torero. Horas anteriores al espectáculo “El Gallo” ha hecho llegar un mensaje a la dueña de sus afectos. Culminado su acto la esperará en una discreta esquina para obsequiarla con una sorpresa imposible de imaginar. Una que marcará su vida para siempre. La curiosidad femenina, debilidad eterna del mujerío, le asegura redonda faena.

Y así, GABRIELA, Fernando y un grupo de íntimos se marchan de “La Escalerilla” sin ser vistos. Dice el espada la primera parada será en su domicilio de la Plaza De La Mata para acicalarse y de allí encaminar a una alquería donde aguarda el supuesto regalo incógnito que tiene dispuesto para la bailaora. Una vez en el lar del torero la zagala, advertida previamente, varía sus ropas por un rico vestido que remata prendiendo en el escote las alegóricas flores del naranjo. Renuevos que encarnan la inocencia y pureza, y que, azar del destino por lo próximo a suceder, su uso se asocia a las novias. En el salón principal el matador, elegantemente ataviado con traje corto bordado y caireles de oro, reverente le extiende la mano a la hermosa cañí quien jactanciosa y sin barruntar nada extraño ingresa al aposento cual aparición celestial.

En menos de un minuto y para sorpresa de la desprevenida moza, se acoplan en la habitación no sólo los amigos de “El Gallo” sino un inesperado sacerdote. Un religioso que en verdad no lo es. Trátase realmente de Emilio Bartolesi notable picador de toros sevillano, empleado en la cuadrilla del torero, de simpática, corpulenta y clerical hechura, el cual se ha prestado al montaje armado por el Fernando Gómez. El pasmo en GABRIELA no tiene desperdicio. Sin comprender mira interrogante al espada quien, genuflexo ante ella, le propone matrimonio. Sorprendida y emocionada la gitana, entre lágrimas y risas, da el sí al espada el cual, satisfecho con el desarrollo de la secreta y audaz parodia, pide al ficticio cura proceda con la ceremonia de casamiento que la joven piensa auténtica.

Apelando a aquella irreverente boda, si bien novelesca pero hecha de amor sincero, Fernando convence a GABRIELA alejarse de su familia, viajar juntos a Madrid y fundar hogar común en la Villa y Corte. Cosa que concretan y en donde, tras la confesión del falso enlace y el abandono de su vocación por la artista, la relación se hace más seria. Tanto así que en 1882 nace Rafael, su primer hijo. Pero los hermanos no cejan en su empeño de separar a la pareja. Acorralado por semejantes perros de presa, incansables en su porfía, y para no causar daño espiritual a su amada, “El Gallo” da su brazo a torcer y permite vuelva a Sevilla con sus familiares.

Aunque tres años después, desolado y yermo, el célebre matador vuelve a tocar su puerta. Esta vez viene por derecho, decidido a cumplir con la novia como la Santa Iglesia y las leyes de Dios ordenan. El Sacramento se define en la Parroquia de San Martín y la nueva morada de los, esta vez, oficiales esposos se fija en la antigua calle Trajano. Allí nacen Fernando, Gabriela, Trinidad y Dolores. También Rita quien fallece pronto causando hondo pesar y quebranto en la salud de la madre ante la irreparable pérdida. Siguiendo los consejos del médico quien sugiere para su recuperación vivir en el campo, los Gómez Ortega se trasladan a Gelves, un pueblecillo sevillano junto al río Guadalquivir, donde Fernando alquila una huerta llamada El Algarrobo y el clan recupera la felicidad ausente. En dicha finca, en Mayo de 1895, ve la luz el último de sus vástagos, José.

Fernando Gómez se retira de los ruedos el 25 de Octubre de 1896 en Barcelona y el 2 de Agosto del año siguiente fallece víctima de una enfermedad cardíaca en incremento. Tiene 49 años y GABRIELA 35. Viuda con 6 hijos deviene presa de una situación económica calamitosa. Debe regresar a Sevilla, a una humilde vivienda en el Barrio De La Macarena, donde pasa lo indecible para sacar adelante su numerosa descendencia. Hasta que, tras épocas muy duras, Rafael empieza como torero a destacar, triunfar y ganar dinero pudiendo, como ya hemos dicho, comprar para su madre y hermanos la mansión de La Alameda De Hércules que se haría tan famosa.







                     
EL GALLINERO en la huerta de Gelves. De izquierda a derecha: Trinidad, Gabriela, GABRIELA ORTEGA FERIA sosteniendo a Joselito, una pariente, Fernando Gómez “El Gallo”, Fernando tras el sombrero del patriarca, Rafael, una hermana de GABRIELA, Dolores y dos pequeñas amigas de la familia

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La prestigiosa casa de “Los Gallo” cara al arbolado paseo sevillano está hoy abarrotada de doliente gentío. Todos han querido rendir un último homenaje, dedicar un postrero adiós a GABRIELA. Componen el duelo sus yernos: Enrique Ortega “El Cuco”, Ignacio Sánchez Mejías y Manuel Martín Gómez “Vasquez II” todos toreros y casados respectivamente con Gabriela, Dolores y Trinidad Gómez Ortega. También el banderillero Enrique Ortega Monge “Almendro” sobrino carnal de la finada, Manuel Pineda apoderado de “Joselito”, apodo entrañable con el que GABRIELA llamaba al menor de los hijos varones, Juan Soto representante de la empresa de Madrid, los hermanos Juan y Manuel Belmonte venidos desde Utrera donde están pasando una temporada, así también un sinnúmero de ganaderos, matadores, banderilleros, picadores, aristócratas, obreros, aficionados, representantes del Club Gallito, de la Hermandad de La Macarena, el Guardián del Convento de los Capuchinos y una copiosa cuota de parientes.

El portal de la residencia, hasta hace poco jardín florido, luce desde la infausta fecha cubierto de negras colgaduras y luctuosos crespones. A la puerta esperan para integrar el cortejo más de 500 vehículos, entre carruajes y automóviles, mientras la multitud en aumento pugna conmocionada por una colocación que les permita acompañar el compungido paso del féretro. Así, tocan las diez de la mañana y tras concluir, sobre un improvisado altar, la última de las Misas ofrecidas en memoria de la insigne extinta, se cumple la hora de enrumbar al Camposanto. La imagen de sus vástagos al lado del cuerpo inerte de la madre, amortajado con la túnica de la Cofradía Jesús del Gran Poder, es la más pura expresión de la devastación y el desconsuelo. Rafael, quien durante todo paseíllo lleva en la manga derecha un pañuelo con el que GABRIELA enjugaba las lágrimas cuando los toros pegaban fuerte, sufre un vahído y debe ser asistido. Fernando, descalabrado por la aflicción, mudo y ausente, no atina a nada. Y como testimonio máximo de la imponente congoja reinante resulta casi imposible separar a José, para el cual parte de su indumentaria es un medallón de oro con la sagrada imagen de su progenitora, abrazado al cuerpo yacente de quien le diera la vida. Son las mujeres, seguro con entereza heredada de GABRIELA, las que reponiéndose al inmenso pesar dan las indicaciones para el tramo final. Así pues, el cadáver queda encerrado en un fino ataúd de ébano con incrustaciones de plata y al hombro de amigos y parientes es sacado de su morada para, luego de recorrer cierto trecho por la Alameda de Hércules, ser depositado en una carroza de gran lujo. Sobre la caja mortuoria una sola corona con la siguiente inscripción: MADRE DEL ALMA. TUS HIJOS.

El lugar dispuesto para el eterno descanso es el Cementerio de San Fernando en panteón recientemente adquirido por Joselito y donde reposan en silente espera los restos de su bienamado esposo.
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Desde aquel día José o “Gallito” como también se le conoce, viste de negro cada vez que pisa toda arena en señal de riguroso luto. Jamás pudo recuperarse, quien fuera rey indiscutible de la torería, del terrible golpe que implicara la muerte de su madre. En parte buscando aliviar su inmensa pena el menor de EL GALLINERO acepta un contrato para actuar en Lima la temporada 1919 – 1920. Regresa a España en Marzo y el 16 de Mayo lo mata un toro en la placita de Talavera.

JAVIER OSWALDO URBINA GONZALEZ
                      Peruano