GABRIELA ORTEGA FERIA
1919 es un año complejo y severo para España. Reina Alfonso
XIII y la nación se agita en medio de una crisis política, económica y social
sin precedentes. Grandes cambios vienen afectando la sociedad española. Por un
lado, emergen inéditas realidades como los regionalismos y nacionalismos
periféricos, se hace más cada vez más fuerte el movimiento obrero de doble
filiación socialista y anarquista, y no dejan de persistir en su oposición
sostenida republicanos y carlistas. Por otro, la situación de las clases
populares es dramática siendo los campesinos aquellos especialmente castigados
por la parvedad y mengua de lo más elemental. Y cual si todo ello fuera poco la
Guerra del Rif, no obstante la ocupación del norte de Marruecos viene siendo
efectiva, sigue sumando tumbas de soldados peninsulares con el surgimiento de
nuevos núcleos rebeldes, mientras, paralelamente, la llamada Gripe Española,
una de las peores pandemias de la historia humana, azota sin piedad Europa
entera.
El invierno de aquel inflexible 1919 es a su vez uno de los
particularmente álgidos de cuantos guarda memoria España. Y a lo largo de tan
cruda estación el presente mes de Enero resulta el de mayor frío en lo que va
de temporada. Así, en la zona sur del país, la lluvia, los vientos gélidos y la
humedad son ingredientes diarios en el clima local. Más, dentro de dicha
implacable circunstancia y como por arte de nefasta magia, es en Sevilla donde
tales condiciones generales se han revestido de un temperamento singular. Si
bien, a tono con el estado atmosférico imperante, todos los días la tierra de
María Santísima luce encapotado cielo, desde el pasado Lunes 27 su firmamento se
ha vuelto más moreno que nunca. La razón no se condice con la ciencia sino con
el sentimiento de dolor que, a partir de aquella aciaga jornada, embarga la incontrastable
provincia andaluza. Esa fecha ha muerto GABRIELA ORTEGA FERIA.
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Nuestra protagonista nace en Cadiz el 30 de Julio de 1862 en
la Calle Santo Domingo No. 28. Hermoso fruto de la más amplia y fabulosa
dinastía gitana de flamencos y toreros, sus padres responden por Enrique Ortega
Diaz “Ortega El Viejo” primer gran patriarca de la alcurnia y cantaor, y
Carlota Feria Ruiz perteneciente también a una extensa parentela coplera
gaditana. De aquel matrimonio vienen al mundo: los cantaores Enrique “El
Gordo”, José “El Aguila”, a la sazón abuelo de Manolo Caracol el rey del cante
gitano, “Chano” y Manuel. Los bailaores “Paquiro”, Rita “La Rubia” y GABRIELA
quien hereda, por la gracia de Dios, todo el salero de su ilustre prosapia.
Tras debutar muy pequeña en su puerto natal donde el temprano
derroche de su fantasía fascina tanto como promete, la benjamina de los Ortega
Feria pronto se traslada a Sevilla al lado de sus hermanos buscando probar
suerte con la prodigalidad de sus talentos. Para entonces la capital a orillas del
Guadalquivir alberga el lapso dorado del arte flamenco y son los cafés
cantantes, en todo su esplendor por aquellos tiempos, los reductos tutores de
lo más auténtico del cante jondo y el baile andaluz. Cónclaves donde se mezclan
señores de abolengo y gente del bronce quienes, desembarazados de todo estereotipo,
entre botellas de licor, cartas y dados en peligroso juego, dinero caliente,
amores brujos y alguna daga dirimiendo un entuerto, se entregan a su ocio
predilecto: escuchar los cantaores y jalear a las bailaoras más bellas.
Durante aquel tracto, en la ciudad de La Giralda el más mentado
recinto es “El Burrero”, ubicado en la calle de Tarifa, luego llamado “La
Escalerilla”. Su propietario nada más y nada menos que Silverio Franconetti y
Aguilar “El Hijo Del Trueno” el cual, trovero redondo, luego de haber sido
sastre, picador de toros y soldado, se ha embarcado en la aventura de promover
el arte flamenco. A su tablao han subido las más grandes figuras de la época
tales como Antonio Chacón el mejor intérprete por malagueñas que ha existido,
Francisco Lema “Fosforito” quien descalabra al auditorio con su voz en vilo,
Concepción Peñaranda “La Cartagenera”, “La Bilbá”, “EL Canario” y tantas otras
celebridades muchas de las cuales han saltado de la oscuridad a la fama gracias
a que Silverio las ha ido a catear en las mismas catacumbas. De este
descubridor y forjador de estrellas se dice: “Encuentra la mina, separa el
metal valioso de la ganga inútil, manipula artísticamente el oro y termina el
ciclo poniendo un brillante en la aurífera sortija”. Así pues el flamenco
revelado ante público es uno antes y otro después de “El Hijo Del Trueno”. Y es
este avisado orfebre quien pone sus ojos conocedores en la hija de “Ortega El
Viejo”, aquella chiquilla de raza cañí con piel de cobre y corazón de fuego que
ha llegado al municipio andaluz con la ferviente intención de ponerse el orbe
por montera.
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Rafael Molina “Lagartijo” y Salvador Sánchez “Frascuelo” se
encuentran por primera vez en la Plaza de Granada el Domingo 7 de Junio de 1868
y pasan a protagonizar durante los siguientes veinte años la primera Edad de
Oro del Toreo. Rutilante etapa donde la talla y valía de ambos Maestros no sólo
llena al completo el universo taurino de aquel grandioso intervalo sino que a
la par termina ensombreciendo el arte y valor de los demás toreros en el coetáneo
escalafón. Mas ante tan restrictivo panorama surge un único espada para lograr erguirse
como el tercero inmediato: Fernando Gómez García “Gallito” quien inicialmente
lleva el mote en diminutivo para distinguirse de su hermano mayor José “El Gallo”,
banderillero en la cuadrilla del Gran Califa cordobés, adoptando finalmente el
sobrenombre superior a la prematura retirada de aquel producto de una fatigosa
dolencia.
Fernando nace en Sevilla el 18 de Agosto de 1847 en el seno
de una familia relativamente acomodada. Su padre, quien posee una fábrica de
petacas y artículos de piel, viendo el niño tiene más afición a los toros que a
los libros, busca apartarlo de tan peligrosa inclinación empleándolo en el
negocio. Pero el párvulo, burlando vigilancia y propósitos paternos, escapa
constantemente de noche o madrugada al matadero local y a la dehesa de Tablada
para sortear reses con un insignificante capotillo. Es fama en estas prácticas
idea y adiéstrase en el cambio de rodillas con la capa, lance que tantos
triunfos habría de proporcionarle años más tarde.
Tras participar en capeas y festejos en pueblos cercanos e ir
adquiriendo cierta nombradía llega a colocarse como banderillero en la cuadrilla
de Manuel Domínguez “Desperdicios” para luego pasar a la de Manuel Fuentes
“Bocanegra” y cuatro temporadas después integrarse a la de José Lara “Chicorro”
con quien se presenta en Madrid en 1873. En 1876 Manuel Fuentes le otorga la
alternativa en la Maestranza sevillana logrando un gran éxito frente a ganado
del Marqués de Saltillo. Confirma en la Villa y Corte el 4 de Abril de 1880
cuando Francisco Arjona Reyes “Currito” le cede la muerte del primer toro de
nombre “Coleto” perteneciente a la vacada de Don Vicente Martinez. A partir de
entonces gracias a su enjundia, correcto y exquisito oficio Fernando Gómez “El
Gallo” llega a convertirse en uno de los matadores que más se ha sostenido en
la principal Plaza del mundo, haciéndolo a lo largo de quince largos años y
manteniendo siempre su cartel en posición destacada. En su dilata trayectoria
sólo sufre una cogida importante y cuatro leves. Da muerte a 1,306 astados en
559 corridas.
“Doctorado en alegrías” como lo califica Néstor Luján pasea
el hechizo de su capote por las arenas con instinto plástico incomparable y
verdadero clasicismo. “Es todo un Maestro de la buena escuela, de lo que queda
poco y acabará pronto” nos dice de él José Sánchez de Neira en su Gran Diccionario
Taurómaco. Banderillero de admirable precisión, maneja la muleta con gran
elegancia y soltura, y a la hora de la muerte, si bien es desigual hiriendo, se
crece pasando y cosecha aplausos con justicia.
Pequeño de estatura y gruesa cabeza su lámina aceitunada es
dueña de donosa gitanería. De carácter llano derrocha gracejo natural y
continuo buen humor nunca empañado ni por estrecheces económicas ni por días
tristes o angustiosos. En el toreo, puede afirmarse que con Fernando “El Gallo”
comienza el milagro de la sugestión. El duende, la ingravidez, el ritmo alegre
y la floritura desbordada adornan con majeza su quehacer. Así pues, todo el
primor y encantamiento que caracteriza al arte de torear sevillano encendiendo
la geometría de las suertes con claveles, azahares y jazmines lo trae Fernando
Gómez. Su contribución suprema a la Tauromaquia es el célebre quiebro de
rodillas dado a toro levantado, en el cual, citando por el lado derecho y
llevando de manera alada e impalpable el percal, da al cornúpeta limpia salida
por el izquierdo.
Por lo demás, Fernando, como buen sevillano, gusta del cante
y baile flamencos. Y es “La Escalerilla” su tablao favorito donde resulta
asiduo concurrente.
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¿Usted ha oído hablar de la Sinfonía Incompleta? – pregunta
Rafael “El Gallo”, el mayor de los hijos de GABRIELA ORTEGA, al periodista
Martinez Gandia. Y en seguida apostilla: - Pues mi madre, cuando bailaba,
tocaba con los tacones la sinfonía completa.
Sinfonía, composición, ardor, colorido, armonía, es lo que,
desde sus inicios y a despecho de su corta edad, despliega GABRIELA sobre las
tablas de “La Escalerilla”. Su danza cargada de sentimiento, plena de brío en
su interpretación, de sensualidad en sus movimientos, de rotundidad en su
coreografía, en suma su arte seductor e inigualable, casi una quimera, hacen
que la juncal jóven gaditana de tez color olivo y cabello azabache como los
regalos de la endrina rápidamente se convierta en el lucero mayor del café de
Silverio Franconetti.
Cada noche su aparición en la tarima es esperada con supremo
aliciente por un público presto a rendirse al embrujo subyugante de la
muchacha. Atiborrado hasta lo imposible el ámbito, el afán crece entre espeso
humo de tabaco negro, copas de cazalla, sombreros anchos, rasgueo de cuerdas,
coplas, faldas de volantes y taconeo sobre las gastadas tablas del proscenio. Hasta
que un silencio expectante se adueña del espacio. Y aparece GABRIELA. En medio
de un murmullo de fascinación se templan las guitarras, los puros se apagan
entre los dedos, los clientes se olvidan de pedir más bebida y los camareros
quedan petrificados cual grotescas estatuas. No vuela una mota y los
espectadores hipnotizados por extraño sortilegio aguardan con la boca abierta
el primer meneo de la criatura del viejo Ortega.
La zagala, repitiendo al poeta, “sube los brazos sobre la
cabeza como si fuese a bendecir al mundo. Los hace serpentear trenzando las
manos, que doblan las sombras sobre las sombras de sus ojos”. Manos que se
vuelven palomas y, símbolo femenino del baile flamenco por excelencia, cobran
vida propia para transmitir por si solas los mayores sentires y emociones.
Pasiones exaltadas que poco a poco, cual lava incandescente que avanza inexorable,
se van apoderando de su cuerpillo correoso hecho de bronce flexible, de caoba
fina transformada en goma. Tras la filigrana del preludio la gitanilla rompe a
danzar y un “¡Olé!” incontenible sale de una garganta. La parroquia, muda hasta
entonces, se contagia alentando a la bravía adolescente que, escultura sin
escultor, gitana sin pintor, baila con enérgica convicción ora dislocando sus
caderas, ora quebrándose en cada vuelta.
Todos sus giros y contorsiones son un cuadro. Encogiéndose y
agigantándose va exteriorizando con su nervio salvaje e intensidad de bailaora
de casta todas las conmociones del alma humana. Sus pies pequeños repiqueteando
sobre el estrado marcan pasos que ninguna rival podría copiar. Inspiración,
gracia natural, expresión, todo unido en aquella chavala mora personificación
de lo flamenco que al rematar entregada totalmente a su arte con una rabiosa
batería de tacones es cubierta por una atronadora salva de aplausos de los
devotos concurrentes quienes, perdida toda noción y embriagados con el genio,
garra y destreza de la juvenil gaditana, acababan por levantarse entusiasmados
y arrojarle con los sombreros piropos contundentes elogiando su salero, su
garbo calé y la “mare” que la parió.
Y así, como no podía ser de otra manera, noche a noche y con
el correr del tiempo el arrogante embeleso de la cíngara moza pronto le granjea
una larga corte de admiradores. Un corrillo que va desde el hombre acaudalado
cargado de talegas, pasando por toreros de postín, hasta el modesto asistente
que observa desde un rincón. Todo un cerco de incondicionales cautivados y
dominados tanto por la trigueña chulería de GABRIELA como por su estilo
incomparable consecuencia de un estro innato e irrepetible para la danza
andaluza. Aunque entre todos esos corazones vehementes y miradas encendidas hay
uno que late más fuerte que ninguno y unos ojos donde el amor arde con
desmesura.
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Al entregar su alma al Creador GABRIELA ORTEGA FERIA, hoy
llorada difunta, contaba 57 años de edad, hallándole el momento de la partida cumpliendo
a cabalidad su papel de abnegada madre y ecuánime viuda. Amante y consagrada
compañera mientras la vida le conservó su marido, tornó sin quebranto en
luchadora incansable sobreponiéndose a la soledad y escasez que el destino le
impuso al perder su cónyuge. Así, valiente, fuerte y con ánimo constante, a
pesar de apreturas y apuros, no sólo logró hacer del hogar un paraíso, sino
añadir esmero para criar regalando ternura infinita los seis vástagos, 3
hombres y 3 mujeres, con los que El Jesús Del Gran Poder la bendijo. Tal fué, en
su tramo como esposa y fuente de vida, el paso de GABRIELA por este mundo. Generoso
desprendimiento, diligente celo y un amor tan íntegro como animoso, tan intenso
como inefable son su impronta imborrable. Suma de virtudes que no se limitaron
exclusivamente a la familia pues su bondad y benevolencia no tuvieron límite.
Nadie llamó a su puerta que no fuera bien acogido y a todos, magnánima,
socorría desposeyéndose con largueza las más de las ocasiones.
Los retratos que de ella nos llegan ya casada y rodeada de
sus hijos la muestran mayor y muy venida a la romana. Toda una matrona rebosante
de trapío y muy buen cuajo, vuelta fronda lo que antes fue capullo. Lejano el
febril transcurso de “La Escalerilla” mudó su feudo desde las tablas populares
para asentarlo finalmente, tras el periplo de regocijos y aflicciones que había
sido su existencia, en su definitiva morada ubicada en La Alameda de Hércules,
Sevilla. Residencia que, en razón a su linaje y actividades de sus retoños,
fructificara como templo por excelencia del más rancio flamenco y la más añeja
tauromaquia. Así pues, mientras los 3 varones, Rafael, Fernando y José, son
matadores de toros, las 3 hembras, Gabriela, Dolores y Trinidad, emperatrices
gitanas y dignas herederas de la atezada belleza de su progenitora, han
resultado bailaoras de tronío, y, por supuesto, esmeradas depositarias de
aquella prodigiosa y gallarda forma de caracterizar el baile. Y allí, en
aquella amplia casa frente al jardín público más antiguo de España comprada con
los primeros dineros de su primogénito Rafael, es donde GABRIELA progresó cual reina
y señora a la vez que matriarca del célebre Gallinero indómito remoquete con el
que se distingue a su atávica prole.
Ejemplar en la querencia de cuyo seno fué esencia referente, rompió
muy devota y sufriente en razón al oficio de sus hijos. No acostumbraba salir
mucho de su vivienda, quien sabe si en Semana Santa para acompañar, descalza de
pie y pierna, a La Virgen Macarena de la cual calificó fiel seguidora y sus
niños hermanos cófrades. En las procesiones sin hacer ostentación de su fervor
trataba de pasar inadvertida, sobrio recato que no impedía destacara entre la
muchedumbre logrando miradas de admiración y reverencia claudicando respetuosas
a su majestuoso paso. Los años, como decimos, habían corrido inexorables pero
su brillo aún persistía. Su magia se mantuvo invicta hasta el último de sus
días.
Así pues las más de sus horas las cumplía en su morada.
Muchas de ellas en el Oratorio particular teniendo encendidas todas las velas
que ocupan el altar tutelado por la Virgen de la Esperanza. Allí aguardaba
rezando el ansiado parte con noticias sobre sus infantes jugándose el cuero
enfrentando a los toros por esos ruedos de Dios. No bien llegaba el telegrama su
corazón de madre palpitaba deprisa mientras leía con avidez hasta que una
lágrima difícil de sujetar se le escapaba señalando el desahogo ante las buenas
nuevas. El alivio iba apaciguándole el alma y una sonrisa se dibujaba en su
rostro moreno aquel que poco a poco fueron marchitando las taurinas angustias.
Habían triunfado sus príncipes de luces. La fiesta sería grande en el Gallinero.
Y GABRIELA salía a su patio. Recinto moruno de blancas
arcadas sostenidas por columnas de mármol, perfumado de claveles color fuego y
rosas color nieve. Allí se sentaba en su trono de Reina Madre abre y cierra,
cierra y abre el abanico acompañada de sus hijas aquellas altezas de reluciente
piel tostada luciendo negras trenzas cual frutos del mirto. Gabriela la mayor,
Trini y Lola, como se les conoce cariñosamente a las dos menores, recibían con
gracia a los amigos quienes, cada vez en mayor número, iban llegando a la
residencia. Y la Señora tenía una palabra amable para todos. Un gesto cariñoso
frente a cada venia, una dulce cortesía ante cada saludo. Y así la euforia crecía
como la espuma. Los chavales de GABRIELA habían sumado nuevos laureles para su
estirpe. Se destapaban finos. Corría el vinillo y una guitarra era rasgada
desde un rincón. Venida del fondo una voz ronca se anunciaba y el cante se
hacía presente. Luego el baile. Toros y flamenco. Dos artes hermanados a la
sombra magnífica de una de las más veneradas mujeres en la historia de España.
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Fernando Gomez “El Gallo” ingresa a “La Escalerilla” y un
bisbiseo de admiración se despierta en el abarrotado tablao por la sugestión
que el torero provoca. Está en su mejor momento. Con 33 años de edad, recién
confirmada la alternativa y bien acogido por la crítica especializada, se mece
con desenvoltura en las crestas de la fama y reputación. Con rumbo farruco se
dirige a su mesa habitual arropado por un círculo de seguidores que no deja de
darle coba. Pero Fernando está más ocupado en atender el escenario que
responder halagos y lisonjas. Como cada noche que sus compromisos profesionales
se lo permiten ha venido a ver bailar a GABRIELA. Esa chavea de tez castaña y 18
primaveras que, con su cautivante belleza y la explosión de su danza, lo tiene
desde hace buen tiempo caminando por la calle del arrebato. En efecto, desde el
primer día que la viera actuar, ha quedado perdidamente enamorado de la gitanilla
y hoy, como en tantas otras funciones, llega para poner a sus pies
incondicional y sumisa pleitesía.
GABRIELA no es ajena a los galanteos de “El Gallo”. Poco a
poco se ha ido rindiendo al ingenio caló del espada quien pretendiéndola sin
ambages ni disimulos logra ganar terreno en el corazón de la esquiva bailaora.
Su cortés pero anhelante insistencia al cabo obtiene frutos y podría decirse asciende
a novio oficial para enfado de contrincantes que se van batiendo en retirada.
El único inconveniente son los hermanos de la doncella quienes se oponen
fervientemente la joya de la familia se enrede con alguien que luce renombre de
frívolo inconstante y mujeriego. A tanto alcanza la resistencia parental que
los Ortega Feria prohíben a la menor de la cepa siquiera se acerque a Fernando
debiendo ambos satisfacer sus cuitas de amor a escondidas y entre sombras.
Cansado de las dulzuras incorpóreas del romántico idilio
Fernando Gómez ha ideado un plan para esta noche: raptar a GABRIELA. Muchas de las
veces terminada la acción el matador invita al cuadro flamenco que acompaña a
la heroína continuar la jornada con fiestas interminables en ventas o cortijos.
En algunas oportunidades la muchacha, burlando la vigilancia de sus allegados,
se agrega al conjunto participando de los jubilosos guateques sin, por
supuesto, desperdiciar ocasión para compartir melindres y carantoñas con el
torero. Horas anteriores al espectáculo “El Gallo” ha hecho llegar un mensaje a
la dueña de sus afectos. Culminado su acto la esperará en una discreta esquina
para obsequiarla con una sorpresa imposible de imaginar. Una que marcará su vida
para siempre. La curiosidad femenina, debilidad eterna del mujerío, le asegura
redonda faena.
Y así, GABRIELA, Fernando y un grupo de íntimos se marchan de
“La Escalerilla” sin ser vistos. Dice el espada la primera parada será en su
domicilio de la Plaza De La Mata para acicalarse y de allí encaminar a una
alquería donde aguarda el supuesto regalo incógnito que tiene dispuesto para la
bailaora. Una vez en el lar del torero la zagala, advertida previamente, varía
sus ropas por un rico vestido que remata prendiendo en el escote las alegóricas
flores del naranjo. Renuevos que encarnan la inocencia y pureza, y que, azar
del destino por lo próximo a suceder, su uso se asocia a las novias. En el
salón principal el matador, elegantemente ataviado con traje corto bordado y
caireles de oro, reverente le extiende la mano a la hermosa cañí quien
jactanciosa y sin barruntar nada extraño ingresa al aposento cual aparición
celestial.
En menos de un minuto y para sorpresa de la desprevenida
moza, se acoplan en la habitación no sólo los amigos de “El Gallo” sino un
inesperado sacerdote. Un religioso que en verdad no lo es. Trátase realmente de
Emilio Bartolesi notable picador de toros sevillano, empleado en la cuadrilla
del torero, de simpática, corpulenta y clerical hechura, el cual se ha prestado
al montaje armado por el Fernando Gómez. El pasmo en GABRIELA no tiene
desperdicio. Sin comprender mira interrogante al espada quien, genuflexo ante
ella, le propone matrimonio. Sorprendida y emocionada la gitana, entre lágrimas
y risas, da el sí al espada el cual, satisfecho con el desarrollo de la secreta
y audaz parodia, pide al ficticio cura proceda con la ceremonia de casamiento
que la joven piensa auténtica.
Apelando a aquella irreverente boda, si bien novelesca pero
hecha de amor sincero, Fernando convence a GABRIELA alejarse de su familia,
viajar juntos a Madrid y fundar hogar común en la Villa y Corte. Cosa que
concretan y en donde, tras la confesión del falso enlace y el abandono de su
vocación por la artista, la relación se hace más seria. Tanto así que en 1882
nace Rafael, su primer hijo. Pero los hermanos no cejan en su empeño de separar
a la pareja. Acorralado por semejantes perros de presa, incansables en su
porfía, y para no causar daño espiritual a su amada, “El Gallo” da su brazo a
torcer y permite vuelva a Sevilla con sus familiares.
Aunque tres años después, desolado y yermo, el célebre
matador vuelve a tocar su puerta. Esta vez viene por derecho, decidido a
cumplir con la novia como la Santa Iglesia y las leyes de Dios ordenan. El
Sacramento se define en la Parroquia de San Martín y la nueva morada de los,
esta vez, oficiales esposos se fija en la antigua calle Trajano. Allí nacen
Fernando, Gabriela, Trinidad y Dolores. También Rita quien fallece pronto
causando hondo pesar y quebranto en la salud de la madre ante la irreparable
pérdida. Siguiendo los consejos del médico quien sugiere para su recuperación
vivir en el campo, los Gómez Ortega se trasladan a Gelves, un pueblecillo
sevillano junto al río Guadalquivir, donde Fernando alquila una huerta llamada
El Algarrobo y el clan recupera la felicidad ausente. En dicha finca, en Mayo
de 1895, ve la luz el último de sus vástagos, José.
Fernando Gómez se retira de los ruedos el 25 de Octubre de
1896 en Barcelona y el 2 de Agosto del año siguiente fallece víctima de una
enfermedad cardíaca en incremento. Tiene 49 años y GABRIELA 35. Viuda con 6
hijos deviene presa de una situación económica calamitosa. Debe regresar a
Sevilla, a una humilde vivienda en el Barrio De La Macarena, donde pasa lo
indecible para sacar adelante su numerosa descendencia. Hasta que, tras épocas
muy duras, Rafael empieza como torero a destacar, triunfar y ganar dinero
pudiendo, como ya hemos dicho, comprar para su madre y hermanos la mansión de
La Alameda De Hércules que se haría tan famosa.
EL GALLINERO en la huerta de Gelves.
De izquierda a derecha: Trinidad, Gabriela, GABRIELA ORTEGA FERIA sosteniendo a
Joselito, una pariente, Fernando Gómez “El Gallo”, Fernando tras el sombrero
del patriarca, Rafael, una hermana de GABRIELA, Dolores y dos pequeñas amigas
de la familia
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La prestigiosa casa de “Los Gallo” cara al arbolado paseo
sevillano está hoy abarrotada de doliente gentío. Todos han querido rendir un
último homenaje, dedicar un postrero adiós a GABRIELA. Componen el duelo sus
yernos: Enrique Ortega “El Cuco”, Ignacio Sánchez Mejías y Manuel Martín Gómez
“Vasquez II” todos toreros y casados respectivamente con Gabriela, Dolores y
Trinidad Gómez Ortega. También el banderillero Enrique Ortega Monge “Almendro”
sobrino carnal de la finada, Manuel Pineda apoderado de “Joselito”, apodo
entrañable con el que GABRIELA llamaba al menor de los hijos varones, Juan Soto
representante de la empresa de Madrid, los hermanos Juan y Manuel Belmonte
venidos desde Utrera donde están pasando una temporada, así también un
sinnúmero de ganaderos, matadores, banderilleros, picadores, aristócratas,
obreros, aficionados, representantes del Club Gallito, de la Hermandad de La
Macarena, el Guardián del Convento de los Capuchinos y una copiosa cuota de
parientes.
El portal de la residencia, hasta hace poco jardín florido,
luce desde la infausta fecha cubierto de negras colgaduras y luctuosos
crespones. A la puerta esperan para integrar el cortejo más de 500 vehículos,
entre carruajes y automóviles, mientras la multitud en aumento pugna
conmocionada por una colocación que les permita acompañar el compungido paso
del féretro. Así, tocan las diez de la mañana y tras concluir, sobre un improvisado
altar, la última de las Misas ofrecidas en memoria de la insigne extinta, se
cumple la hora de enrumbar al Camposanto. La imagen de sus vástagos al lado del
cuerpo inerte de la madre, amortajado con la túnica de la Cofradía Jesús del
Gran Poder, es la más pura expresión de la devastación y el desconsuelo. Rafael,
quien durante todo paseíllo lleva en la manga derecha un pañuelo con el que
GABRIELA enjugaba las lágrimas cuando los toros pegaban fuerte, sufre un vahído
y debe ser asistido. Fernando, descalabrado por la aflicción, mudo y ausente,
no atina a nada. Y como testimonio máximo de la imponente congoja reinante resulta
casi imposible separar a José, para el cual parte de su indumentaria es un medallón
de oro con la sagrada imagen de su progenitora, abrazado al cuerpo yacente de quien
le diera la vida. Son las mujeres, seguro con entereza heredada de GABRIELA,
las que reponiéndose al inmenso pesar dan las indicaciones para el tramo final.
Así pues, el cadáver queda encerrado en un fino ataúd de ébano con
incrustaciones de plata y al hombro de amigos y parientes es sacado de su
morada para, luego de recorrer cierto trecho por la Alameda de Hércules, ser
depositado en una carroza de gran lujo. Sobre la caja mortuoria una sola corona
con la siguiente inscripción: MADRE DEL ALMA. TUS HIJOS.
El lugar dispuesto para el eterno descanso es el Cementerio
de San Fernando en panteón recientemente adquirido por Joselito y donde reposan
en silente espera los restos de su bienamado esposo.
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Desde aquel día José o “Gallito” como también se le conoce, viste
de negro cada vez que pisa toda arena en señal de riguroso luto. Jamás pudo
recuperarse, quien fuera rey indiscutible de la torería, del terrible golpe que
implicara la muerte de su madre. En parte buscando aliviar su inmensa pena el
menor de EL GALLINERO acepta un contrato para actuar en Lima la temporada 1919
– 1920. Regresa a España en Marzo y el 16 de Mayo lo mata un toro en la placita
de Talavera.
JAVIER OSWALDO URBINA
GONZALEZ
Peruano